Fin de semana en el Pacífico. Me acompaña un catalán de segunda generación a una casa de playa. Literal. La casa daba directamente a la playa. Por fin me baño en el Pacífico, aunque de pacífico tiene poco. Las olas rompían con fuerza. Aproveché también para probar el agua de coco. Cortamos la tapa de uno, introducimos una pagita y a sorber. Rico, rico.
Antes de ir a la playa recorro la ciudad con un palestino de tercera generación. Se llama Miguel y trabaja en un banco. Visito la catedral. Está todavía construyéndose. En el sótano está enterrado monseñor Romero. Cuatro ángeles de broce velan sus restos. Un grupo de carismáticos rompen en aplausos y alabanzas a Dios. Decidimos irmos. Aquí en San Salvador, como en Guatemala, no podemos caminar por las calles del centro y menos con una cámara al hombro. Los 5.000 homicidios al año y el sentido común no lo aconsejan. Da igual quién seas o lo que tengas. Todo el mundo camina con prisa por las calles. Si no es el celular, será el reloj o la cartera.
Hoy he regresado a la costa para visitar una Clínica y un taller de mujeres artesanas. Trabajan 20 señoras un encargo del Gobierno para la Expo de Zaragoza. Montan a mano collares de madera con la cara de la mascota de la Expo. Así es la globalización. Y sudo la gota gorda. Qué calor. De las 20 señoras, tan sólo una no tiene familia. El resto, a pesar de ser jóvenes, tiene varios hijos, incluso varios esposos. Dos de ellas recibirán esta semana una vivienda. Desde el terremoto del 2001 vivían en unas provisionales construidas con láminas de madera y techos de metal. Deben ser un horno.
Mañana serán mis últimas horas en Centro América. Aprovecharé para retomar el tema de las maras. Tengo una entrevista con el responsable del Consejo de Seguridad del Gobierno. Después iré a hablar con algún ex marero. Son más de 30.000 en el país, cuna de una de las pandillas más sangrientas: la Salvatrucha.