“Antes de que llegara la cooperación, aquí sólo había viento y arena”. En el extremo norte de Senegal, la arena de las dunas de Lompoul han pasado de arrebatar los cultivos, casas y salud de la población de etnia pool a servir de terreno fértil para pequeños huertos, pozos y hogar seguro para sus nuevos 10.000 habitantes. Makthar Ndiaye, coordinador de los proyectos de cooperación de la ONGD vasca Solidaridad Internacional en el país africano, lo tenía claro: “Si protegemos las dunas del viento del Atlántico, conseguiremos transformar el desierto en un lugar más habitable y frenar la desertización de la región”. Y así lo ha conseguido tras cinco años de trabajo con el apoyo de la Diputación de Bizkaia y Gobierno Vasco para la plantación de árboles a lo largo de 57 kilómetros cuadrados donde han fijado la arena de las dunas, protegido de los vientos y generado compostaje para la regeneración posterior de la franja más seca del país e inicio del desierto del Sahel que atraviesa el continente.

 

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El sueño de 11 países de construir una Gran Muralla Verde desde Senegal hasta Yibuti a lo largo de 7.500 kilómetros sirvió como inspiración a Ndiaye para trabajar contra el desierto en una de las zonas más vulnerables del país, la región de Louga y el departamento de Kebemer. Ha plantado más de 1.000 árboles frutales con la ayuda de 200 personas con las que ha puesto en marcha un vivero. “La población no sólo ha encontrado un empleo con este proyecto sino que también ha obtenido formación sobre agricultura ecológica, manejo de regadío gota a gota y acceso a semillas”. Ndiaye camina ahora por las dunas con la satisfacción de haber traducido el sueño político de la gran muralla verde en una realidad que tiene un impacto directo sobre una población hasta ahora nómada de más de 10.000 habitantes.

Mbaye Ka es uno de los nómadas que han decidido construir sus casas con cemento. “Antes eran todas provisionales, necesitábamos movernos con el ganado para evitar los vientos, la arena y la sequía”. Junto a la casa de cemento y ladrillo también destaca la presencia de cada vez mayor número de aperos de labranza. “Antes apostábamos por el ganado y lo poco que cultivábamos era mijo. Con el calor cada vez más animales se nos morían y casi conseguíamos subsistir. Muchos soñaban con viajar a Dakar, a Europa y huir de este desierto”. Ahora con nueve hijos él sueña con dejarles una tierra lo más verde posible. El tiempo dedicado al ganado ha ido disminuyendo por las tareas de agricultura en un huerto cada vez más grande, cada vez más verde dónde le apoyan su mujer y sus hijos.

 

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“Mis hijas ya se han podido escolarizar. Con lo que obtenemos del huerto les compramos los libros y pagamos los desplazamientos”, añade Khady Ka, que llegó al poblado de Beigna Penda rodeado de dunas hace ahora 30 años cuando se casó. “Si me dicen al llegar que conseguiríamos tener un huerto con un pozo en estas zonas, no me lo creo”. Tampoco los padres, ni abuelos de Serignesera Sow, jefe de la comunidad, obligados al nomadismo por la falta de recursos naturales. Ahora apoyado en la pared de ladrillos de su casa espera al día de mercado en Jong Yoy para llevar todos sus excedentes. “Ya no me planteo mover a toda la comunidad, aquí nos quedamos”. En breve espera poner en marcha una escuela.

 

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Estos testimonios y este proyecto de cooperación pude conocerlo de cerca durante el viaje de cinco días que realicé por Senegal de la mano de la ONGD Solidaridad Internacional durante el pasado mes de noviembre. El texto forma parte de los reportajes que publicaré en breve en Deia y en El País con lo que han supuesto los proyectos desarrollados en el país.