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Por fin vuelvo a calzarme las botas. Después de unos meses naufragando entre papeles, consigo escaparme al monte y de rebote limpiar las telarañas de este blog. Que ya me vale. El objetivo era la cumbre de Monte Perdido, 3.355 metros; la ruta, Cola de Caballo y el campo base, el refugio de Goriz. Iba a ser una expedición invernal y nocturna.

Comenzamos a caminar a las 20.10 horas del parking de Ordesa. Salimos de Bilbao el martes a las 4.00 de la tarde, nada más entregar el último encargo, un periódico de 40 páginas para una institución. Y caminamos por todo el valle en solitario, Ricardo Adrián y yo. Primero rápido para que no nos viera ningún guarda, después como zombis atraídos por el crujido de las pisadas sobre la nieve. En una hora estábamos en las cascadas de Suaso. El resplandor de la luna proyectaba nuestra sombra en la nieve y el murmullo del río nos dio conversación durante toda la noche. A las dos horas llegamos a Cola de Caballo.

Nunca había visto el río con tanta agua y el valle tan solitario. Éramos los únicos montañeros. A nuestro al rededor todo era nieve, roca y sombras. Evitamos ascender por las clavijas hacia el refugio de Goriz y ahí estuvo nuestro error. Nos calzamos las raquetas y encendimos los frontales. Ahora tocaba superar un gran desnivel sobre nieve polvo, por un camino barrido por el viento y con la luna como única consejera. Eran ya las 00.30 horas.

Las huellas se hundían hasta la rodilla. La mochila cada vez pesaba más. El camino iba inclinándose hacia arriba y la caída ganaba metros y más metros. Tantos que se presentaba más tractivo dejarte caer que seguir abriendo huella. Ya era la 1.00 h. y seguíamos sin ver el refugio. Pensamos primero que sería una sombra grande que nos saludaba a lo lejos, pero no. Era una piedra. Entonces, caminamos hacia otra. Y tampoco. Así hasta la 1.45, cuando por fin nos desencajamos la mochila de la espalda. Tiramos los bastones. Nos liberamos de las polainas y de las raquetas y abrimos un par de Voldams. Estábamos en el refugio de Góriz.

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Dormimos pegados a los sacos, con todos los músculos flotando sobre la cama. El sol y el ruido de los franceses con los que compartíamos habitación nos despertó a las 6.00 de la mañana. Café caliente y replanteamiento de objetivo. Nadie iba a atacar la cima del Monte Perdido, la cantidad de nieve caída durante la noche anterior convertía en suicidio cualquier proyecto. Así que decidimos disfrutar de las vistas, regresar tranquilos al coche y aprovechar la ventana de buen tiempo que iluminaba todo el Pirineo.

Como aseguraba el montañero navarro Otxoa de Olza, el monte coloca todo en su sitio: «Te sientes una hormiga caminando por una esquina del Planeta. Valoras lo que tienes de nuevo y das cada preocupación su tamaño real. El monte limpia la mente, te hace fuerte y, en mi caso,  me hace feliz, muy feliz». Ante tanta crisis pongámonos las botas y aprovechemos las noches de luna llena para colocar cada cosa en su sitio.