Las historias sobre coyotes se multiplican a medida que uno se roza con más gente. Viajo de Quetzaltenango, donde el 50% de la población ya ha pasado una época de su vida en los EEUU,  a Huehuetenango, tierra de coyotes y narcos. Un viaje de cinco horas por caminos de barro y carreteras a medio construir. A los dos lados del camino todo es bosque. Una vegetación tropical me acompaña en cada curva con un paisaje cargado de cafetales, bananeras y plantaciones de maíz. Por las cunetas caminan campesinos con la azada al hombro unas veces, con madera cargada a la espalda otras o simplemente pedaleando en sus bicicletas.

Durante el viaje son continuos los camiones que nos adelantan por derecha o izquierda retando a la gravedad con sus cargas. También son varios los autobuses cargados de mojados que nos acompañan hacia Jacaltenango, región fronteriza con México. Y es que seguimos la ruta de los narcos. “A éste le cortaron los dedos, los ojos y la lengua antes de matarlo”, cuenta el chofer, un guatemalteco de raza con dos hermanos en Estados Unidos, señalando a una casa con los cristales negros. “Por llevar un paquete de Guatemala a la frontera de México los narcos ofrecen hasta 3.000 quetzales. El viaje no durara más de ocho horas, pero uno ya está atado de por vida”, continúa justificando su profesión como un honrado chofer.

Llegamos a Mesillas, un poblado a diez minutos de Chipas, México. Los rostros de la gente delata la presencia de los sin papeles costarricenses, hondureños o los oscuros guatemaltecos de oriente. “Aquí todo es puro narco, puro coyote. Todos van armados porque el que no lleva droga, se dedica a asaltar cargamentos o a viajar de mojado en la parte trasera de la ranchera”. Y así es. Nos cruzamos con un joven hablando por el móvil. Del bolsillo sobresale moderna pistola negro. “Mejor, ni los mires”.

Dos horas más de viaje y llego a Jacaltenango, una ciudad perdida en la montaña. El bosque lo envuelve todo y la altitud, a más de 2.400 metros, hace que el frío arrugue las caras. Mientras tanto, por la carretera no cesan de pasar camiones y autobuses rumbo al sueño americano para muchos de ellos, para otros al trampolín de la muerte. “Los que no caen en el desierto, mueren al saltar al tren de carga que atraviesa México”, concluye el chofer con una hermana desde hace doce años en Los Angeles, ahora viuda de un ex marine enviado a Irak. Las cosas del destino.